Pues a mí, dice Barda estirando el cuello, si me siguieran trescientos perritos me daría un subidón de orgullo. Vamos, que sería la reina del barrio. Estamos en mi dormitorio y mientras yo hago la cama, ella mordisquea uno de sus juguetes. Tú ya eres la reina del barrio, Bardita, le digo. ¿Tú crees? Pregunta agachando la cabeza y tumbándose en una de sus posturas de vaga empedernida. Seguro, le respondo. Tienes a todos los perros a tus pies, no te quejes. Tu sex-appeal perruno no decae con los años. Ya quisiera yo ligar tanto, digo entre dientes, pero a ella, con su agudeza auditiva no se le escapa. Bueno, mami, dice, tampoco es que te dejes ver mucho por ahí. También es verdad. Me agacho y le acaricio la cabeza. Voy hacia mi estudio y ella va detrás pegada a mis pies. Me siento ante la mesa y ella se tumba a mi lado. Venga, a dormir, que es lo tuyo, que yo tengo una cita con el teclado. Bardita, que cuando se trata de dormir es muy obediente, se hace un ovillo y al momento vuela a la nube de los sueños caninos.
Mientras ella duerme, trataré de dar alguna pincelada a mis textos. Cada uno con sus obsesiones. Aunque todo se venga abajo a nuestro alrededor, hay que seguir. Aunque nos estemos encaminando hacia el desastre, hay que seguir. Aunque no vendamos un libro, hay que seguir. Hay que seguir, Esther. Eso me dijo el otro día Brenda H. Lewis, una nueva amiga, también escritora, en twitter. Yo, desde luego, pienso hacerlo. Y para que no hayáis hecho el viaje en balde al entrar en mi blog, os invito a una lectura refrescante. Ah, y gracias a los casi trescientos seguidores en twitter por leer a esta escritora que escribe pocos tweets, pero se asoma a los vuestros con interés.
UN DÍA DE ESOS
Hay días en los que uno debería haberse quedado en la cama. ¿Quién no lo ha pensado alguna vez? Qué digo alguna vez, con estos tiempos que corren, como diría mi amigo Pepe, “cienes” de veces. Hoy, sin ir más lejos, me ha sucedido a mí. Como cada mañana, me levanto temprano, y no es que tenga que ir a ninguna parte porque ficho en la empresa más grande de España: el INEM. Pero conservo esa terrible costumbre. Como decía, me levanto, pongo la radio y preparo el café. Cuando voy a tomarlo, una peste desagradable asciende a mi nariz. La leche está agriada. Mientras lo descubro, la radio se pone pesadísima con la prima de riesgo, el Ibex y el rescate. “A mí sí que van a tener que rescatarme como no tome algo de cafeína”, pienso apagando la radio de un manotazo. Bajo al bar, pido un café y voy al fondo del local. Veo llegar al Pepe y levanto el brazo para llamarle. Mira tú por dónde, al mismo tiempo llega la Conchi. Bajo el brazo y me escondo debajo del alerón de la barra. No es que me caiga mal la chica, es que le debo cien euros. ¡Qué pena de vida!. Que por esa miseria vea uno rotas sus amistades. Escondida debajo de la barra trato de enviarle mensajes telepáticos al Pepe. Pero sin éxito. Se ve que lo de la telepatía también es un cuento chino. Mi amigo se toma su cortado y sale chutando. No sé dónde va tan deprisa porque también está en el paro. A lo mejor va a vigilar sus cajones. Ayer, entre cubata y cubata, me explicó que se le han hinchado los mismísimos y ha sacado la pasta del banco. “Antes de que estos mamones me lo birlen”, me dijo, “que se lo coman las ratas”. Subió el tono de voz hasta lo indecente. Se ve que está cabreado. Ya tiene mérito la cosa, porque para cabrear al Pepe… Al fin, Conchi se larga, pago mi café y salgo acelerada porque recuerdo de pronto que tengo una cita con el dentista. Cojo tal velocidad que se me tuerce un tobillo. ¡Qué dolor! ¡Qué gritos! Sale todo el barrio a ver qué ocurre. Un vecino que pasa con su coche me ve y me lleva al centro de salud. Allí me deja tirada. ¡Será antipático! Ya podría haber esperado. Discuto con una enfermera. Se pone muy pesada con que me vaya al hospital. “Señora, cómo cuernos quiere que vaya al hospital con este cuerpo, y sin coche”. Porque esa es otra, el coche tuve que dejarlo abandonado hace meses, no tengo ni para el seguro ni para gasolina. Pobrecito, me dio una pena dejarlo en el descampado, con los buenos ratos que hemos pasado juntos. En el centro de salud al fin se convencen y me atienden, más que nada por no aguantar el numerito que estaba montando. Me ponen una venda y a correr. Bueno, más bien, a cojear. Voy al dentista. Me atiende una jovencita desconocida. Me dice que tiene que limarme los dientes de abajo. Abro mucho los ojos con incredulidad. ¿Cómo puede tomar alguien una decisión tan seria sobre tu boca en unos segundos? Una boca que lleva acompañándote toda una vida, que ha crecido contigo, que ha sufrido contigo. La nena se da media vuelta, coge un espantoso aparato y se acerca sonriente. En ese momento tengo un mal presentimiento y salgo corriendo. Con el día que llevo es capaz de dejarme sin dientes. Camino coja hacia casa con mi paro de larga duración a cuestas y cuando me acerco al barrio, el coche de los bomberos aúlla a mi lado. Por un momento pienso en el Pepe. Mira que si es su casa la que arde, con toda la pasta escondida entre los calcetines… Me río. Ya sería mala leche. Aunque peor sería que fuera mi casa. Es curioso, pero el pensamiento me deja indiferente. Al fin y al cabo, es fácil que no tenga nada decente para comer. Y si lo tengo, estará caducado.
Hola, Esther:
Te he descubierto en Mundopalabras y estoy muy contenta de haber encontrado una escritora con la que tengo una gran afinidad. Me encantan las reflexiones de Bardita, yo tengo un yorkshire que me dice muchas cosas al oído ;))… Gracias por estar ahí; sí, desde luego hay que seguir, aunque nos sintamos en el ‘Titanic’ escuchando una melancólica melodía de violín…
Un fuerte abrazo.
Mar.
Gracias Mar! Por leerme y compartir el amor a las letras y a nuestros maravillosos perritos. ¡Qué haríamos sin ellos!, una vez que convives con uno, te enamoras de su nobleza.
Un beso