Cuando murió mi hermana, hace ahora cuatro años, pude coger su mano y en sus últimas horas cantarle al oído una de sus canciones favoritas: Mediterráneo, de Joan Manuel Serrat. No sé si, desde ese lugar incógnito de la sedación podía oír, pero, desde luego, yo sentí un cierto alivio. En esta crisis del coronavirus esa es una tristeza añadida, la de no poder ver ni despedir a los que desaparecen engullidos por esta terrible enfermedad. Incluso cuando todo esto esté bajo control y podamos retomar nuestras vidas, una capa de dolor navegará durante mucho tiempo sobre nuestros pueblos y ciudades. El horror de la muerte, siempre inesperada, tarda en digerirse.
Mientras llega el momento de la libertad, seguiremos enclaustrados, unos en mejores condiciones que otros, porque para todo siempre hay clases. Los que somos afortunados y tenemos muchos entretenimientos a mano, podemos luchar con las armas de la cultura contra la claustrofobia y la preocupación. Estos días, yo me empujo hasta el portátil y sigo escribiendo y algún que otro rato, leo. Acabo de terminar de leer una novela, de esas simplonas, una lectura que no he abandonado en el segundo capítulo, como habría hecho en otras ocasiones, porque este drama sanitario me tiene el cerebro obnubilado. Es una de esas novelas escritas para llevar a la pantalla, con muchos sádicos y tarados y una trama retorcida y penosa. Casi de película de Antena 3 de fin de semana. Vamos, una mierda de novela. Pero es un superventas. ¡Manda narices! En fin. Así estamos y así nos va. Somos una cultura que ha degenerado hacia lo facilón.
Lecturas aparte, debo reconocer que a mí no me cuesta mucho quedarme en casa. Aunque ahora no estoy en la mía y echo en falta algunas cosas, como todos, pero no soy de las más agraviadas. Estoy acompañando a mis queridos padres, Bardita está a mi lado y aún tenemos ánimos para tomar el aperitivo. En estos momentos, ¿qué más se puede pedir? Hace ya tiempo que reté a mi padre: tienes que llegar a los noventa. Los cumplirá el próximo noviembre y mi madre, con ochenta y siete sale conmigo a la terraza cada noche a aplaudir a nuestros sanitarios, incluso la otra anoche, a la Policía. “Quién nos iba a decir que aplaudiríamos algún día a los maderos” Nos dijimos, mientras mi padre alumbraba desde el interior con la linterna. Está claro que esta crisis está cambiando nuestros hábitos.
Pero lo importante ahora es no permitir que el “bicho” entre en nuestras casas, ir tirando para adelante y seguir las recomendaciones de los expertos. Yo paso los días esforzándome en mantener buenas rutinas, hablando con los amigos por teléfono, recibiendo abrazos virtuales y poniendo calor donde el frío del miedo y el terrible olor a muerte podría congelarnos la sonrisa.
- Si lo que yo te digo, te estás volviendo una blandita – dice Barda que se chupa una pata con fruición.
- Ya sé por dónde vas, peluche, pero no es el momento de dar caña. Y ten cuidado, no te vayas a hacer sangre, que nuestros vetes están en cuarentena.
- Es verdad – abre mucho sus ojazos negros – ¡pobrecitos! A ellos sí que habría que darles el premio ese y no al multimillonario Amancio Ortega.
- Estoy de acuerdo, Bardita, a los vetes, los sanitarios, a los miembros de la UME…
- ¡Quién te ha visto y quién te ve! pidiendo premios para los militares.
- Pues sí, lo pido y para tanta gente esforzada que se está dejando la piel y la vida. Es para lo único que deberían servir los militares, para ayudar en crisis humanitarias.
Porque por mucho que digan esto no es una guerra, esto es una pandemia que sólo puede curar una sanidad robusta, esa que la derecha ha ido esquilmando allá donde ha gobernado.
- Así que hoy no era día de criticar… – Bardita se ríe entre dientes.
- Tienes razón, lo pongo en PAUSE. Ya llegará el momento.
Ánimo, amigos, si salimos de ésta, lo haremos reforzados y disfrutaremos lo indecible de las cosas que ahora echamos de menos, los paseos por el parque…
- ¡Ay!, el parque – dice Bardita dando un grito teatral y tumbándose panza arriba. Veo que su barriga está bien voluminosa.
- Te estás poniendo como una foca – le digo.
- Ya, como apenas paseamos – dice bostezando –. Y a ti se te van a caer las tetas… más – se ríe dándose la vuelta y acomodándose para dormir.
Qué cara dura tiene mi perra. Pero tiene razón, apuesto a que los bustos femeninos estos días andan muy cómodos y relajados, sin sujetador. Como iba diciendo, recuperaremos en algún momento esos placeres que ahora nos parecen oro puro y que durante años hemos dado por supuestos. Volveremos a tomar cervecitas con los amigos en las terrazas, nos saludaremos sin recelo en las calles, saldremos a ver esa exposición que llevamos tiempo pensando en visitar. Y, sobre todo, disfrutaremos de la preciosa libertad.
Hasta entonces, cuidaros mucho y no nos cansemos de dar las gracias a los que están dándolo todo por mantener este barco a flote.
Un gran abrazo virtual a mis lectores