Frente a mi ventana hay una hermosa luna llena, los coches se han blanqueado con el frío helador de la madrugada y apenas hay movimiento en el barrio. Este año aciago se termina. El primer día de dos mil veintiuno está a punto de llegar y, cuando despertemos, el virus, el dolor por los que se han ido y la derecha asquerosa que tenemos que sufrir seguirán ahí. Como el dinosaurio de Monterroso. Estos son los tiempos que nos ha tocado vivir y cada españolito trata de masticar tanta calamidad con su dentadura particular. Yo no me quejo, total, no serviría de nada, además tengo este vicio, afición, pasión o rincón llamado de mil maneras que es escribir. Escribir es muchas cosas y de alguna forma también es una terapia. Algún día, si hay suerte, escribiré algún opúsculo sobre las virtudes de practicarlo. Lo mismo me forro y me convierto en una escritora de moda.
Debo reconocer que soy poco dada a eso, a las modas. Con las lecturas me ocurre lo mismo, aunque por ser este año tan raro, también he hecho alguna excepción, en realidad dos, tengo la costumbre de leer a pares, una novela y un ensayo. La novela, cuyo título no desvelaré, me parece un petardo, seguramente publicada porque el nombre del autor vende; voy a terminarla por aquello de saber quién mató a quién. No desvelo el nombre porque sé lo que cuesta escribir una novela, incluso, supongo, una mala. Qué tiempos más raros vivimos, sólo se promueve el entretenimiento, apostar por una literatura más profunda, para las grandes editoriales debe suponer un riesgo elevado y está claro que no lo quieren correr. El ensayo que he leído sí os lo recomiendo: “El infinito en un junco” de Irene Vallejo, un libro a degustar despacio, de esos en los que vale la pena rezagarse entre sus líneas. Este año, leer es más necesario que nunca, es uno de los pocos trucos que sirven para sacarnos el susto del cuerpo.
Por suerte, ya tenemos vacunas que nos vayan alejando de este sinvivir. Menuda temporadita llevamos. Eso sí, este año ha traído mucho conocimiento y no sólo científico. Nos ha enseñado que la buena gente se centra en lo importante, en cuidar a los demás y hacer políticas sociales. También nos ha vuelto a mostrar que hay mucha gentuza en este país. Sobre todo, a la cabeza de algunas comunidades autónomas, como la que me vio nacer. No hay mucho más que decir, ahondar en el tema sólo puede hacernos caer en el insulto y tenemos otras cosas que hacer. Por otro lado, están los jovenzuelos y no tan jovenzuelos mal educados y egoístas que se reúnen para divertirse sin darle importancia al hecho de que esa juerga puede matar a sus abuelos, tíos y padres. Lo triste es que representan muy bien esta sociedad nuestra, tan ansiosa y consumista. Pena dan los que llenan las calles para ir de compras, pobrecitos, cómo van a vivir sin una tableta nueva o sin renovar el armario. Por dios, hasta ahí podríamos llegar.
- Venga, no critiques a la gente de a pie -oigo a mi espalda la voz de mi perra- Da lástima verles moverse de un lado a otro con sus bozales, desesperados por no poder hacer vida normal – Bardita, que está tumbada escuchando mis pensamientos, ha entrado en una vejez cargada de goteras, pero no pierde su carisma.
- En eso tienes razón – le respondo- yo también estoy hasta el gorro, pero habrá que armarse de paciencia – Veo que algo no le ha gustado porque se sienta de espaldas a mí y mira hacia el pasillo enfurruñada – ¿En qué piensas, peluche? – le pregunto.
- Pues en que no sé por qué tienes que airear mis goteras, mis cosas personales, o más bien perronales. Pues que te conste que tú para joven tampoco vas, ¿eh?
- Perdona, bebé – le digo. Me agacho y empiezo a darle un masajito de los que sé que le gustan. Se ha vuelto muy sensible, a los ancianitos les sucede, tendré cuidado de ahora en adelante y le consultaré antes de hablar de más.
Todos deberíamos concentrar nuestras fuerzas en proteger a los que queremos, sobre todo a nuestros mayores. A esa generación de luchadores, como mis padres. Saltándome otra vez mis propias normas, he puesto en esta entrada una fotografía suya. No suelo poner fotos personales o familiares, pero en este caso, vuelvo a hacer una excepción. Ahí están, tan guapos, en su aniversario de bodas, que hemos celebrado en la más absoluta intimidad este mes de diciembre para no correr riesgos. Lo de ellos sí que es amor, compartir sesenta y cinco años de vida requiere mucho cariño. Ellos forman parte de una generación irrepetible de luchadores. Mi padre conquistó, cortando carreteras con sus compañeros de Pegaso, un buen paquete de derechos laborales que hemos disfrutado durante mucho tiempo. Mi madre, siempre incansable, cosió y trabajó duro para sacar adelante a la familia. Hasta hace bien poco no han dejado de acudir, agarraditos del brazo, a cualquier manifestación en defensa de nuestros derechos. Entre los dos han ido creando una vida y un hogar llenos de luz y de cultura. Tenemos que protegerles, a ellos y a su generación, como las joyas irrepetibles que son.
Bueno, no digo más, creo que cada uno sabe lo que tiene o no tiene que hacer en esta vida. He asomado por aquí para saludar y desearos un buen último día de este año de mierda y que el próximo sea infinitamente mejor para todos. Yo pienso seguir cuidando y cuidándome, confiando en que haya vida más allá de la pandemia. Y, desde luego, seguiré escribiendo, eso siempre, aunque el ritmo tenga que adaptarse a la terca realidad exterior. Seguiré escribiendo mientras siga respirando.
Os deseo lo mejor para 2021.