
Estoy leyendo el libro de Rosa Montero “El peligro de estar cuerda” y, desde las primeras páginas, me he visto reflejada y en muchos aspectos fotocopiada. He vivido en el reino de la chifladura desde siempre. Como en una cata de la locura he probado casi todos los males nerviosos y del alma. Para empezar, siendo muy pequeña debí ponerme en huelga de hambre, supongo que en mi sabiduría infantil no veía muy clara mi situación de nueva bebé española y hay fotos de mi familia paseándome en brazos, cuchara en mano, por la campiña, enseñándome los animalitos en sus cuadras y los burritos, que me miraban compasivos con sus orejas alzadas. Tal vez ya entonces estaba escrito mi destino de inadaptada, como si hubiera aterrizado en este mundo por error o por una broma de los dioses, siempre despistados y despiadados. A los trece años sufrí de forma temporal un mal nervioso que recuerdo como algo incapacitante, tanto que no podía ni abrocharme los botones. A los veintitantos padecí los males de la depresión, por suerte ya escribía y esa ilusión que genera inventar historias junto a la ayuda de los míos y los mimos del que después sería mi marido, me alejaron de pensamientos terribles. Muchos años después llegaron la ansiedad y los ataques de pánico. De la noche a la mañana dejé de poder viajar; en los aviones me sentía atrapada como un insecto diminuto encerrado en un bote de cristal, conducir en medio de un atasco suponía para mí una pesadilla de luces de freno incandescentes y bajar con el coche a un parking subterráneo era un descenso a los infiernos. Fue una época tan oscura y agorafóbica que llegó un momento en el que me sentí condenada a vivir recluida en mi hogar. Recuerdo que un reportaje de la 2 de TVE que mostraba casos de gente que llevaba años encerrada en su casa por problemas de ansiedad me puso los pelos más de punta de lo que los suelo llevar. Sólo quien haya tenido estas terribles experiencias puede comprenderlo. Por suerte, la escritura estaba ahí, como una espita mágica para aligerar la caldera y pasaba las noches, como una loca del romanticismo, escribiendo con los ojos ardientes a la luz del flexo. La escritura y una buena terapeuta lograron sacarme de aquel lodazal. Años más tarde algunas de esas experiencias fueron a recalar en la orilla de “Canciones de amor mentido”, los escritores somos así, lo digerimos todo lentamente, a veces durante años y al fin usamos las vivencias como nutriente para nuestras narraciones.
La escritura me salva de tantas cosas que no imagino la vida sin ella, pero como todos los que estamos un poco tocados, siempre estoy al borde del precipicio. Y ahora estoy mejor, como diría El Brujo. No hay duda de que los asuntos de la salud mental deberían ser una pieza fundamental de la Sanidad Pública presente y futura, pero con el desguace que estamos presenciando, va a ser difícil cubrir las necesidades para tanto desequilibrio. De los responsables de la Sanidad Pública de Madrid no quiero ni hablar porque ya no está conmigo la noble Bardita para moderar mi discurso y no respondo de los improperios que podrían salir de mi pluma.
Moderaciones aparte, la ausencia de mi querida perrita, ha hecho que la vida sea mucho más gris, infinitamente más gris. Hace seis meses que se fue y dejó un vacío tan inmenso que creo que nunca podré llenarlo. Ahora no tengo problemas de ansiedad, pero me he vuelto de lágrima fácil. Y apenas asomo la nariz a este blog porque sin las réplicas de mi querido peluche, esto ha perdido mucho encanto.
Bardita, como la escritura, me salvaba de muchas cosas y ahora que no está me muevo en una zozobra permanente. Pero que nadie se asuste, soy una peleona y no me rindo con facilidad. Si la fuerza me acompaña, el próximo año trataré de publicar la última novela que he escrito y que grita desesperada dentro de un cajón, pidiendo salir a la luz.
Además, hay una nueva historia llamando a mi puerta y cuando los cuidados a los míos y las penas atascadas me dan tregua voy abriendo nuevos senderos por los que ya pasea algún personaje que quiere contar sus dilemas y aventuras. Ese es ahora el faro que me ilumina.
Ya sabéis, el que no se ilusiona con algo es porque no le da la gana.
Os deseo un buen otoño y un mar de ilusiones.
